Sin duda uno de los mitos más
extendidos, yo creo que para justificar el “miedo” que le causa a la gente
“normal” el hecho de ser menos inteligente que las personas con inteligencia
por encima de la media –por aquello de que la inteligencia forma una parte importante
de nuestro autoconcepto-, es insistir, sin base científica alguna, en que las
personas extremadamente inteligentes son infelices o tienen problemas
emocionales. Es lo mismo que se dice de
las personas extremadamente ricas para justificar aquello de que “el dinero no
hace la felicidad”, cierto, no lo hace, pero, sin duda, ayuda bastante; pues lo
mismo sucede con la inteligencia.
A la difusión de este mito ha
contribuido tanto la imaginería difundida por la literatura o el
cine/televisión, en que la que los antagonistas de los héroes eran siempre
villanos altamente inteligentes y amargados o psicóticos, como auténticos
best-seller en materia de inteligencia tales como “La maldición de la
inteligencia” de la Dra. Carmen Sanz Chacón o “¿Demasiado inteligente para ser
feliz?” de la Dra. Jeanne Siauch Fachinne, quienes han descrito en sus libros
los problemas de las personas que han acudido a las mismas en busca de ayuda
profesional a causa de las frecuentes trabas educativas y sociales a las que se
han visto enfrentados. Esta es una visión sesgada de la realidad porque,
obviamente, las personas inteligentes,
emocional y psicológicamente sanas y felices no van a terapia.
Lo primero que debemos aclarar es qué
se entiende por felicidad, cuestión esta nada baladí, pues se trata de un
constructo complejo de evaluar científicamente, que se puede enfocar desde la
filosofía, la psicología, la genética, o la economía.
Desde el punto de vista psicológico,
la Dra. Sonja Lyubomirsky, Profesora de la Universidad de California, la define
como la experiencia de bienestar que se asocia a una profunda satisfacción y
sensación de propósito vital.
Por su parte, el psicólogo Martin
Seligman vincula el reconocimiento de la propia felicidad con el grado de satisfacción que tenemos con la
vida y no solamente con una sucesión de estados de ánimo positivos.
Seligman identifica tres componentes
de la felicidad:
a)
El primero se corresponde con emociones
positivas como el disfrute, la vida gozosa o la comodidad. Lo que los
filósofos llaman hedonismo.
b) El segundo se vincula con experimentar el placer a través de las
tareas y actividades, lo que nos genera un estado de fluidez (flow, conexión,…),
que hace que perdamos la noción del tiempo e, incluso, de nosotros mismos. Está demostrado que hacer cosas que nos
gustan y con las que nos apasionamos, disminuye la ansiedad y el estado de
alerta.
c)
El tercer componente de la felicidad es la trascendencia, utilizar las fortalezas personales para servir a
un bien mayor.
Lo que posteriormente amplía
incorporando otros dos elementos: las relaciones sociales positivas y los
logros alcanzados o el sentimiento de realización personal.
Las relaciones sociales positivas y
duraderas afectan a las funciones psicológicas, fisiológicas y de
comportamiento, ayudan a proteger nuestro cerebro y contribuyen a nuestro
bienestar. Por ejemplo, se ha demostrado
que existe una mejor respuesta ante el estrés cuando estamos con nuestros seres
queridos, ya sean éstos personas o mascotas. Por este motivo, el sentido de
pertenencia es un escudo contra la soledad, la depresión y la ansiedad. El apoyo social, igual que el optimismo,
tiene un gran impacto en el sistema inmunológico y cumple un rol protector en
el ser humano con positivas consecuencias ante las enfermedades.
Esto quiere decir que existen distintas formas de experimentar el
bienestar y la felicidad que se encuentran correlacionadas con frecuencia e
implican distintos niveles de procesamiento cognitivo (inteligencia). Por ejemplo, evaluar el bienestar eudaimónico
que está relacionado con los juicios sobre la calidad o el significado de la
vida, demanda una considerable reflexión y tiempo, así como una comparación con
estándares autoseleccionados (mejor vida comparada con quién o qué), mientras
que evaluar el bienestar hedónico referido a los sentimientos o al ánimo puede
ser más sencillo: nivel de alegría,
tristeza, enojo o estrés, …
Tenemos que tener claro que las circunstancias de la vida, nuestras
expectativas y nuestra composición genética influyen en cuán felices somos.
Desde 1996 se han llevado a cabo numerosos
estudios para determinar si la genética y la felicidad estaban conectas y se ha
descubierto que sí hay un componente genético en la felicidad que explicaba el
bienestar hedónico (sensación de felicidad) en un 36% y el bienestar
eudaimónico (sentir que nuestra vida tiene sentido) en un 32% de la misma,
incluso, se han llevado a cabo estudios para determinar cuáles son las bases
genéticas del bienestar humano y del sentido de la vida.
Esto quiere decir que podemos hacer mucho por nuestra felicidad, como trabajar en lo que nos gusta, expresar nuestros sentimientos, establecer y lograr metas, consolidar vínculos con otros seres, disfrutar el presente, reducir los pensamientos negativos, trabajar la auto-aceptación, tener hábitos de vida saludables y encontrar un propósito más allá de uno mismo.
Uno de los aspectos que parece estar
fuertemente asociado a la felicidad tiene que ver con el sentimiento de
espiritualidad, ya responda ésta a creencias religiosas o a lazos grupales, y
este es, precisamente, el quinto nivel de la Teoría de la Desintegración
positiva de Dabroski en sus estudios sobre la superdotación.
En conclusión, una elevada inteligencia no contribuye al desarrollo de algún tipo de
trastorno mental, ni tiene relación con la infelicidad.
Existe eso sí, un riesgo y una
predisposición a la preocupación excesiva, a la auto-crítica y percibir la realidad de un modo
muy sesgado, tendente a la negatividad. Estudios como el llevado a
cabo por Alexander Penney, de la Universidad de Lakhead, Canadá, nos
señalan que las personas inteligentes se caracterizan sobre todo por tener una «mente rumiante» que, si no se controla
adecuadamente, puede acabar alimentando la preocupación y la ansiedad, hasta
que poco a poco se corre el riesgo de derivar en algún tipo de trastorno
emocional. Para evitar este problema
existen una gran cantidad de herramientas psicológicas y emocionales que pueden
ser utilizadas y que sería muy útil implementar como aprendizajes durante la
infancia y la adolescencia de estas personas.
Todo ello da forma a algo muy
concreto: en nuestra sociedad tenemos
personas brillantes o superdotadas intelectuales, que sacan partido de todo su
potencial invirtiendo no solo en su propia calidad de vida, sino en la propia
sociedad, por lo que podríamos decir que no solo son más inteligentes, sino que
también son más felices.
Las justificaciones por parte de las
personas normales de que los más inteligentes son infelices son de lo más
variado, pero se suele señalar que:
1.- “Quieren igualar todo con sus altos
estándares.”
2.-
“No están satisfechos con la vida porque apuntan a cosas más
grandes. La vida ordinaria no es
suficiente para ellos.”
3.-
“Son víctimas de un excesivo análisis”.
4.-
“Las personas inteligentes se culpan demasiado.”-
5.-
“Las personas inteligentes se sienten incomprendidas”.-
6.-
“Las personas inteligentes suelen desarrollar problemas psicológicos.”-
No solo ninguna de las afirmaciones
anteriores tiene base científica (una “mente rumiante” se puede controlar tal
como hemos dicho) y las dos primeras son lo que ha hecho avanzar a la humanidad
desde el principio de los tiempos, sino
que el propio concepto de inteligencia
como “facultad que permite aprender,
entender, razonar, tomar decisiones y formarse una idea de la realidad” tiene
una correlación positiva con los conceptos de felicidad y bienestar antes
vistos.
Por último, si Amor y Felicidad van de la mano, ¿dónde queda aquí la inteligencia?
Sed felices.
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